La despedida de Luis Larraín

Durante 10 meses el expresidente de la Fundación Iguales se trató un agresivo cáncer a la sangre, sin lograr sanarse. Durante ese tiempo, también, preparó a sus cercanos para enfrentar una opción que parecía inminente: no llegar a cumplir 43 años. Aquí, su familia cuenta cómo vivió ese proceso y las lecciones y vacíos que quedaron tras su muerte.


Algunos días antes de empezar a toser, Luis Larraín cumplió 42 años. Fue el 30 de diciembre de 2022, sin su familia, que había viajado fuera de Santiago para celebrar el Año Nuevo. A pesar de la molestia, se sentía bien. Se había celebrado en su departamento en Providencia y seguía trabajando en la Fundación DKMS. Pero luego la tos seca empeoró y eso, para un enfermo crónico que había recibido dos trasplantes de riñón, significaba ir al médico. El 13 de enero de 2023 lo hospitalizaron durante una semana en la Clínica Alemana, porque le encontraron líquido en la pleura: un tejido que cubre y protege los pulmones. Su madre, Mónica Stieb (68), lo acompañó esa vez.

–Se demoraron una semana en darle el diagnóstico. Y les costó mucho, porque pasaron por varios diagnósticos. Al principio dijeron que era tuberculosis.

El 20 de enero, su padre, Luis Larraín Arroyo (67), lo fue a buscar.

–Íbamos en el auto, llegando a Andrés Bello, cuando le llegó el resultado del examen al mail. Ahí me lo lee.

Era cáncer a la sangre. Un linfoma no Hodgkin que, supo el padre después, suele aparecer en personas con trasplantes o portadoras de VIH.

–Lo primero que yo le pregunté es: ¿estás muy asustado por eso? Y me dijo: no, asustado no es la palabra. Preocupado, me dijo.

Ya en su departamento, le dio la noticia a su madre y cuatro hermanos: escribió un mensaje en el grupo de WhatsApp familiar.

–Estaba en el mall, con las niñitas corriendo. Lo vi y me quedé helado. Y me acuerdo del mensaje que él puso que como enfermo crónico él siempre estuvo preparado para tener cáncer. Incluso de que se sentía preparado hasta para la muerte –recuerda Francisco Larraín (34).

Más que a morir, temía que su familia no aceptara soltarlo.

–Su mayor miedo era que nosotros le insistiéramos. Como ‘sigue tratándote’ y él se sintiera muy mal. Como que para él no valiera la pena seguir viviendo –cuenta Sofía Larraín (28).

La noticia, obviamente, dañó mucho durante las primeras semanas.

El mes de febrero me lo lloré entero –dice su madre–. Como que no estaba en la tierra. Era una pesadilla, pero real. Como que uno quiere despertar y no, está despierta. Es desgarrador.

Mónica Stieb y Luis Larraín.

Durante esos días, nadie sabía bien cómo enfrentar el tema. Si era bueno conversar sobre eso o, todo lo contrario. Así que, al principio, como una forma de ayudar a Luis Larraín, su familia trató de seguir llevando una vida normal cada vez que se reunían. A Mónica Stieb eso le dolía.

–Al principio a mí se me paró el mundo. O sea, él venía para acá, estábamos todos, y yo decía, ¿cómo pueden hablar de otra cosa? Para mí el tema era su cáncer y me daba lata que no hablaran de eso. Ahí me di cuenta que, bueno, esa era yo, a lo mejor por ser mamá. Pero para mí era el tema que había en ese minuto y no me interesaba nada el resto.

A pesar de la calma con la que parecía asumir su diagnóstico, los hermanos de Larraín notaron el impacto que le produjo saber del cáncer. Francisco, por ejemplo, lo recuerda un poco triste, preguntándose si valía la pena tratarse frente a una variante de la enfermedad que presentaba tan pocas probabilidades de ser sanada.

En ese momento, antes de comenzar a tratarse en la Clínica Las Condes, le pidió ayuda a su familia: todo lo que quisieran saber sobre su diagnóstico, que lo preguntaran por el chat familiar para no tener que estar repitiéndolo. Mandó un documento que explicaba cómo les gusta a los pacientes de cáncer que los acompañen en su tratamiento y también hubo cosas que prohibió: el optimismo tóxico, las metáforas bélicas, las recomendaciones poco científicas y, sobre todo, que lo trataran de manera lastimosa.

Luis Larraín con su catéter para las quimioterapias.

–A mí me costó mucho –admite Mónica Stieb–. No lo quería soltar y lo cateteaba demasiado. Él me puso muchos límites. Que no lo llamara tanto, que no le preguntara todos los días cómo estaba. Yo le mandaba por WhatsApp besitos, le preguntaba cómo estás y cómo amaneciste. Y creo que lo agobié.

Luis Larraín terminó pidiendo a su familia que fueran a terapia.

–Nos mandó al psicólogo, porque nosotros estábamos molestándolo mucho –dice Sofía Larraín–. Y ahí ella nos dijo ya, pero pregúntenle siempre a él qué necesita. A mí me costó entenderlo. Le decía: ya, pero es que a lo mejor él no sabe bien qué necesita.

Luis Larraín Arroyo, Sofía Larraín, Mónica Stieb, Mariana Larraín, Pedro Larraín y Francisco Larraín.

La nube negra

Luis Larraín hizo con su cáncer lo mismo que había hecho con el Acuerdo de Unión Civil, a través de la Fundación Iguales, y lo mismo que hacía con quienes necesitaban donantes de órganos en la Fundación DKMS: usar su historia como una forma de visibilizar y lograr empatía. Entonces, en vez de mantenerlo como un dolor privado, lo comunicó en su perfil de Instagram y en una serie de entrevistas que dio para hablar de las cosas que le estaban pasando. En esos artículos sinceró qué pensaba: que el cáncer le daría más viejo y que no siempre la vida es mejor que la muerte.

–Decía que su calidad de vida, para él, era importante –recuerda Pedro Larraín (39). Que no estaba dispuesto a sobrevivir a cualquier costo.

Esa idea estaba en la cabeza de su madre cuando lo invitó a viajar en abril:

–Le pregunté qué parte de Chile le gustaría conocer y que no conocía. Ahí me habló de Chiloé. Así que rápidamente partimos a Chiloé. Él ya había empezado con la quimio. Estaba sin pelo y esa parte fue muy fuerte. Porque él se sentía súper bien, pero era terrible verlo. Tenía los ojos como oscuros, sin pelo, se veía súper enfermo.

Luis Larraín junto a sus padres en Chiloé.

Larraín recorrió toda la isla y sus iglesias con ambos padres. Ahí, ellos a veces le preguntaban si no prefería quedarse con ellos mientras se trataba. Y él les respondía que no.

Cuando regresaron a Santiago, supieron que el primer tratamiento no había resultado: el linfoma se había expandido de la pleura derecha hacia la izquierda. Todo eso hacía más difícil de entender que, a tres meses del diagnóstico, un examen arrojara que el cáncer estaba en remisión. Luis Larraín incluso alcanzó a comunicarlo en Instagram.

–Eso fue horrible –recuerda Luis Larraín Arroyo.

–No sabíamos cómo ponderar la noticia –dice Pedro Larraín.

–Nos juntamos a celebrar –agrega Sofía Larraín.

–Y al día siguiente estaba internado, lleno de líquido –admite Francisco Larraín–.

Larraín lo informó el 13 de junio. Publicó “hubo un error, no estoy en remisión”, y explicó que comenzaría un nuevo tratamiento, que consistía en una inmunoterapia. Pero eso, aprendieron después, tampoco funcionó. Alrededor de esa época, el 9 de agosto, Luis Larraín dio una entrevista a la revista Velvet. El título era “la muerte no es necesariamente algo malo”.

A pesar de lo negativo del panorama médico, Larraín no se sentía mal. Incluso pudo viajar a Alemania con su madre, su hermana menor y una sobrina en septiembre. Allá, lo vieron tan contento que a veces olvidaban el linfoma que crecía adentro.

–Él caminaba tan bien, tenía tanta energía, que nadie creía que podía tener cáncer.

Luis Larraín junto a su sobrina y hermana menor, en Hamburgo.

Pero la enfermedad, como dice Pedro Larraín, “era una nube negra que estaba siempre presente, más allá de que uno la viera o no”. Esos últimos días en Berlín, cuando su familia había seguido hacia Londres, esa nube volvió.

El 28 de septiembre, en su cuenta de Instagram escribió: “Llevaba más de tres meses sin molestias por el linfoma y ya me había acostumbrado a hacer vida normal, incluyendo viajar gracias a la invitación por parte de mi mamá a sumarme a un viaje familiar a Alemania. Lamentablemente, pude disfrutar solo de la mitad. En medio del viaje empecé con fiebre, dolor de cabeza y guata, pérdida de apetito y, sobre todo, hinchazón abdominal, entre varios otros síntomas. Me demoré un par de días en darme cuenta de lo obvio: el linfoma, que ya había aparecido en la cavidad pleural y la cavidad pericárdica, apareció en la cavidad que faltaba: la peritoneal. Sigue diseminándose por mi cuerpo lentamente, sin nada que lo acelere, pero tampoco que lo frene”.

En la clínica los doctores midieron el tamaño de su abdomen. Ya estaba en 97 centímetros y seguiría creciendo pasados los 100. Para controlarlo, debían hacerle punciones para drenarlo.

–Cuando tenía líquido en la pleura y en el pericardio, se lo sacaban con punciones que son súper ambulatorias. Quedaba bien el mismo día –explica Francisco Larraín–. Pero cuando tuvieron que hacerlo en el peritoneo, no le lograban sacar mucho líquido, porque estaba más escondido. Entonces se sentía mal.

En esas salas de la clínica, Luis Larraín tenía que esperar a que pudieran drenarle unos tres litros semana tras semana, mientras su cuerpo cedía a pesar del tercer tratamiento.

–Ahí –asume Mónica Stieb– como que empezó el principio del fin.

Sin aire

Los pasos ya le costaban. No los 10 mil diarios que se había propuesto realizar cuando planificó su tratamiento, sino que las decenas que lo llevaban y traían hacia el cuarto piso del edificio sin ascensor donde estaba su departamento en Providencia.

–Me acuerdo que para Halloween fui a buscar algo a su casa. Subimos los escalones y apenas llegó arriba –cuenta Sofía Larraín–. Decía que se cansaba, que tenía hinchadas las piernas.

Para su hermana era raro escucharlo así: Luis Larraín, dice, no era alguien que se quejara. Sólo que en esos meses posteriores a septiembre ese tipo de situaciones se volvieron más recurrentes. Larraín aceptaba quedarse en Vitacura, donde sus padres, luego de convalecencias muy prolongadas en la clínica. También era más cuidadoso con cosas que nunca antes le habían preocupado.

–Le pregunté si le daba miedo salir, porque nos juntábamos a comer en un restaurante cerca de su casa. Y me dijo que sí, que tenía miedo. Me dijo ‘la cuchara’. Porque en el fondo, el corazón se le aceleraba y le daba taquicardia. Subiendo al cuarto piso de su edificio había pasado susto –asegura Pedro Larraín.

Luis Larraín sujetando a una de sus sobrinas en la clínica.

A principios de noviembre, Luis Larraín fue internado por vigésima primera vez en el año. Iban a ponerle tres dosis de la última alternativa de tratamiento que tenía disponible. Esa vez, su madre fue quien lo llevó a la clínica:

–No sé si fue intuición maternal o qué, pero yo por dentro pensé ‘de aquí no sale’. Llegó tan mal al auto. O sea, después de bajar los cuatro pisos llegó como un bulto. Se desparramó en el auto, porque no podía respirar.

Cuando vio que el tercer tratamiento no estaba funcionando, Luis Larraín empezó a presionar a sus doctores. Quería saber cuánto tiempo de vida la quedaba, qué opciones tenía, cuáles eran sus probabilidades de sobrevivir comprometiéndose a otra clase de terapia.

–En algún momento acorraló al doctor y le dijo ‘quiero que usted me responda una pregunta, pero respóndala de verdad’ –recuerda Luis Larraín Arroyo–. Entonces le dijo: ¿hay probabilidad de que yo mejore la condición que tengo actualmente o no hay probabilidad? Ahí el doctor le dijo: la verdad es que no.

Luego de 10 días, el 15 de noviembre, Luis Larraín pidió que lo sedaran. Aunque antes quiso decírselo a su familia.

–Me acuerdo de haberle preguntado ¿cómo te sientes? –dice su padre–. Él dijo que se sentía liviano. Como que se había sacado esta cuestión de encima.

–A mí me lo dijo directamente –agrega Mariana Larraín–. Se sentía aliviado, porque nadie le puso ninguna traba a su decisión. Porque ese era el miedo que tenía: que nosotros lo tratáramos de aferrar demasiado a la vida.

Unas cien personas llegaron a verlo, entre familia y amigos. Lloraban afuera de su pieza y luego entraban a escuchar cómo él quería que fuera su funeral, quién se quedaría con cada cosa y cómo quería que lo recordaran. Incluso dejó una planilla Excel con boletas que debían reembolsar y las claves y usuarios de todos sus servicios.

Mariana Larraín le hizo una pregunta a su hermano esa tarde. Quería saber si tenía pensado un cierre, alguna despedida, para toda la gente que lo había acompañado en sus publicaciones en Instagram. A él se le ocurrió hacer un video.

–Me dijo ‘ya: tú te encargas de grabarlo’. Yo le dije que no podía, que me daba demasiada pena.

La responsabilidad cayó en la menor.

–El jueves en la noche me quedé con él. Al final, cuando ya se habían ido todos, me dijo ‘ya, grabémoslo’. Me dijo ‘quiero que lo publiques cuando me muera’. Me dejó esa misión –cuenta ella.

Una vez que el video estuvo listo, Sofía Larraín se refugió en el baño a llorar. Cuando logró calmarse, lo acompañó a dormir. Esa noche, Luis Larraín nunca paró de toser.

Como los médicos no eran capaces de definir si le quedaban días o semanas, la familia organizó turnos. La noche del 17 de noviembre le tocaba a Mónica Stieb:

–Estaba sedado y roncaba mucho. Al poco rato que se fueron todos, le tomé la mano. De repente sentí que no estaba roncando. Había unas auxiliares en la pieza y les pregunté si no estaba respirando. Ahí se desencadenó todo. Llegó el enfermero del piso y le tomaron el pulso.

A las 22.15, Luis Larraín estaba dejando de respirar.

–Le avisé a la familia que se viniera, porque estaba en las últimas –cuenta su madre–. Murió unos segundos después, conmigo. Nació conmigo y murió conmigo.

Mónica Stieb esperó hasta que su marido e hijos llegaran a la pieza. Frente a todos le dijo al cuerpo sin vida de su hijo mayor: “Hiciste todo bien”.

Sofía Larraín, entonces, subió el video. Al día de hoy tiene más de 85 mil “me gusta”.

–Claramente hizo un esfuerzo especial para hacer ese video, porque estaba muy cansado y mal –dice Francisco Larraín.

Su cuerpo fue incinerado y el funeral se llevó a cabo, tal como él lo había planificado, en el Parque del Recuerdo. Hablaron su padre, hermanos, tíos, sobrinos, amigos y compañeros de trabajo. Lo recordaron en el colegio, la universidad, en la Fundación Iguales y en DKMS. La única que no pudo hablar, eso sí, fue su madre.

–No es mi don. No habría podido tampoco –admite.

Después de un año en que su hijo había sido el principal motivo para no decaer, Mónica Stieb y su familia fueron a dejar sus cenizas a Santo Domingo. Fue un minuto de paz, a pocas semanas de que vengan días difíciles.

–La Navidad era uno de esos días –admite ella–. Él la pasaba siempre con nosotros. Como no tenía familia propia, venía el 24 y el 25. Y después viene su cumpleaños, que era el 30.

Ese día Luis Larraín cumpliría 43 años.

–Pero vamos a estar todos –dice Sofía Larraín, abrazando a su madre.

Ella mira la mesa. Después le responde.

–Pero no va a estar él.

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