Columna de Óscar Contardo: La paz tuerta de los perdigones

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Crédito: AP

Desde el 18 de octubre, tras cada marcha de protesta, grupos de personas -la mayoría jóvenes- provocan destrozos, saquean y prenden fuego. Las mismas autoridades han dicho que se mueven en forma coordinada, siguiendo un patrón, sin embargo, la policía rara vez los detiene. El control de carabineros consiste, casi exclusivamente, en la represión de los manifestantes. Disparos de balines y bombas lacrimógenas lanzados incluso dentro de liceos, departamentos y condominios.



Hablaban de derechos humanos con la insistencia del desesperado. Los reclamaban con vigor, denunciando la calamitosa situación en Venezuela. Había razones de sobra para hacerlo; miles de testimonios y decenas de informes de organizaciones internacionales que describían vulneraciones sistemáticas del régimen de Nicolás Maduro a la población civil. Muertes, golpizas, detenciones, prisión, crisis sanitaria y una diáspora que vaciaba el país de habitantes y de futuro. Tenían razón en levantar la voz por Venezuela, en empujar a la izquierda chilena a hacerlo, a exigir consideración por quienes malviven bajo el rigor de un gobierno desquiciado. Porque si hay un grupo de chilenos que conoce muy bien los efectos de la represión política, ese es el de los dirigentes de izquierda opositores a la dictadura de Pinochet. Es un hecho. El Estado pagaba la planilla de pagos de la Dina y la CNI, costeó los viajes de agentes para poner bombas en el extranjero y las cuentas de electricidad de los centros de tortura. Sonaba bien, entonces, que las voces por el respeto a los derechos humanos surgieran de la derecha, una derecha nueva, liberal, que si bien brotaba a la sombra de aquellos que apoyaron la dictadura, exhibía las credenciales democráticas impolutas de los recién llegados. Nosotros somos otra cosa, parecían afirmar cada vez que alzaban su voz por un país latinoamericano que parecía en ruinas. Lo suyo no era ideología, sino valores, principios, convicciones que no variaban según el clima o la geografía. Podíamos estar seguros de que no sería así, repetían. Por eso aplaudieron que el Presidente Piñera acudiera a la reunión en Cúcuta: una cita en la que los gobiernos conservadores latinoamericanos se comprometieron con un pueblo y en contra de los abusos de un Estado capturado por una causa que solo parecía beneficiar a una élite de adictos al poder. Un sistema que solo disfrutaban unos pocos. Hubo declaraciones, cantos y hasta un avión con ayuda humanitaria. Nuestro Presidente daba una señal que rimaba con aquella frase de los cómplices pasivos con la que coronó su primer mandato y le enviaba un mensaje por Twitter a Maduro sobre la ambición y el abuso a los más débiles. También le recomendaba al presidente venezolano que escuchara a sus gobernados.

Los derechos humanos habían dejado de ser monopolio de la izquierda, repetían los dirigentes de la nueva derecha liberal, varones -casi todos- con aires distendidos y camisa arremangada. Un diputado del sector dio pruebas de ello enfrentándose al embajador chino, representante de ese comunismo rico al que pocos se atreven a contradecir. Los cientos de miles de personas de Hong Kong que protestaban por mantener su autonomía del gobierno central eran reprimidos cada vez con mayor rigor. Este parlamentario chileno, símbolo de la derecha amable, no dudó en reunirse con el líder de la disidencia. El representante de Beijing en Santiago le reclamó públicamente y el diputado, lejos de retractarse, reafirmó su compromiso con los derechos humanos. No importaba dónde ni cuándo, siempre había que defenderlos.

Eso decían.

Desde el 18 de octubre, tras cada marcha de protesta, grupos de personas -la mayoría jóvenes- provocan destrozos, saquean y prenden fuego. Las mismas autoridades han dicho que se mueven en forma coordinada, siguiendo un patrón, sin embargo, la policía rara vez los detiene. El control de carabineros consiste, casi exclusivamente, en la represión de los manifestantes. Disparos de balines y bombas lacrimógenas lanzados incluso dentro de liceos, departamentos y condominios. El resultado ha sido centenares de personas con sus ojos mutilados por disparos directo a la cara, denuncias de torturas en comisarías, abusos sexuales cometidos por uniformados y más de 20 personas muertas que a muy pocos parecen importarle, porque eran pobres y, por lo tanto, sospechosas de algo. Esta semana, una nota de la BBC publicaba que el Instituto Nacional de Derechos Humanos ha recibido en sus nueve años de historia 319 denuncias en contra de Carabineros por tortura y tratos crueles. El 45% de esas denuncias fue presentada en las últimas dos semanas. Frente a estas cifras, los que antes pedían condenas inmediatas y acciones concretas contra las violaciones a los derechos humanos en el extranjero, han respondido con tibieza, refugiándose en el contexto o matizando la retórica con un empate tramposo que sugiere que la delincuencia desatada de algunos -"pequeños grupos" dijo el propio Presidente en una conferencia de prensa- es una justificación para que los agentes del Estado abusen de su poder y castiguen a otros. Una lógica siniestra que pone a los manifestantes y el descontento político del lado de la violencia y los delincuentes, y a la represión más ruda como único método para conseguir el orden público. La paz tuerta de los perdigones y el miedo, el fracaso de la política y el triunfo del simulacro.

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