Columna de Héctor Soto: Entre ponerle y no ponerle

Kirsten Dunst en Civil War.


Pornografía. Aunque podría estar entre los estrenos más despreciables del último tiempo, conviene darle un vistazo a Civil War, la cinta que se propone darle una nueva vuelta de tuerca a la exaltación de la violencia y que, instalada en la cartelera, está operando como cazabobos para demostrar lo difícil e ingobernable que se ha vuelto el mundo. Si algún mérito tiene esta cinta, descontado su pánfilo homenaje a los corresponsales de guerra que van al frente en busca de fotos golpeadoras y chocantes, es no tener una sola idea. Increíble: ni una sola. Lo único que tiene son efectismos y golpes bajos, tiroteos y masacres, asesinatos y ejecuciones, disturbios ciudadanos y sangrientas represiones policiales. Todo eso, con prolijidad y delectación, con morbo y sadismo, hasta extremos pornográficos si se quiere, y sin abandonar en ningún momento una inconfundible sensibilidad woke. Es la misma matriz en la cual Todd Phillips engastó Joker, que dejó con la boca abierta a medio mundo (y a más de alguno para siempre), y a la cual, por otro lado, también tributó por momentos el griego Yorgos Lanthimos en Pobres criaturas, quizás si para demostrar que podía ser un sujeto de buen corazón. Es la misma demagogia, la misma superficialidad. El descarado oportunismo de Civil War es inversamente proporcional a su cobardía política. La narración asume que Estados Unidos y la democracia americana se están yendo al diablo porque la nación se ha desintegrado en dos o tres bloques secesionistas bajo causas o pulsiones que el relato nunca define ni caracteriza, no por discreción o pudor, sino porque quiere gustar a demócratas y republicanos o a moros y cristianos por igual. Esto ya es una bajeza. Pero que la cinta, no obstante asumir la hipótesis espeluznante de una guerra civil, no contenga una sola referencia a la Guerra de Secesión, tragedia que a raíz de la ruptura de los estados confederados del sur significó para los Estados Unidos, en la segunda mitad del siglo XIX, cientos de miles de muertos y un macabro saldo de destrucción y sufrimiento. Esa omisión de vuelve muy reveladora teniendo en cuenta que el cine ha rendido tantos y tan hermosos e inolvidables tributos a esa catástrofe. A mí qué me importan, debe haber pensado su guionista y director, el inglés Alex Garland. Es lo que piensa un zoquete.

Alemania, hoy. La nueva novela de Bernhard Schlink, el autor de El lector, se titula La nieta y su protagonista es un hombre mayor, alemán de la República Federal, viudo de una mujer con más pasado en la RDA de lo que él sospechaba. La investigación que realiza para tratar de clarificarlo, y también para entender ex post lo que fue su matrimonio, lo lleva primero al submundo de la cultura punk en la Alemania que estaba detrás del muro y, con posterioridad, al círculo de grupos de acción política de extrema derecha. Schlink, que durante muchos años fue miembro de la judicatura, se maneja con solvencia en los temas jurídicos y políticos asociados al descontento y al malestar en la sociedad alemana. Su novela se lee con agrado. Pero en algún momento se sobregira y termina identificando a la extrema derecha con Hitler, con el culto a Rudolf Hess y con el más radical negacionismo del Holocausto. Ojalá el tema fuera tan fácil y simple. La radicalización política, no solo en Alemania, sino en toda Europa a raíz de las presiones migratorias y de las falacias del multiculturalismo, no se explican solo por el supuesto carisma de la suástica. El asunto es más complejo. Con frecuencia los políticos, para acarrear aguas a su molino, suelen construir para los fines de su discurso un enemigo que les parece funcional a sus intereses. Pero es un recurso tramposo. Que también apelen a esto, consciente o inconscientemente, los novelistas, como en este caso, es un tanto decepcionante.

Segundo amor. Paul Auster, que murió esta semana a los 77 años de un cáncer al pulmón, luego de haber abjurado del cigarrillo cuando ya era demasiado tarde, se sintió siempre al lado correcto de la historia por el hecho de haber estado en Columbia en 1968, en el momento más álgido de las protestas por los derechos civiles y la guerra del Vietnam. Esta sensación, la de haber estado en el lado correcto y con los buenos, nunca lo abandonó. Le aportó seguridad y convicción. Cuando después consiguió el éxito como escritor, contrariando el vaticinio paterno que lo condenaba a una pobreza triste y recurrente, efectivamente pasó a sentirse parte del vértice más selecto de la literatura norteamericana de raigambre judía. El tiempo dirá si llegó a ese sitial o si no. Lo que sí es curioso es que, tal como García Márquez, mucho antes de convertirse en escritor, Auster también pensó que su verdadero futuro estaba en el cine. Con ese propósito postuló al Idhec, reputada escuela de formación fílmica francesa, cuando vivía en París y tenía 20 años. No lo aceptaron. Pero el cine siguió siendo para él una especie de segundo amor, aunque no muy bien correspondido, dado que solo fue un guionista ocurrente (Smoke) y un director de películas gratas, pero poco trascendentes (Lulu on the Bridge). De haberse dedicado al cine -conjetura muy “austeriana”- a lo mejor habría llegado lejos. Está claro, sin embargo, que salió ganando, porque se transformó en un escritor muy reconocido, autor de algunas buenas novelas y de otras no tanto. Estuvo el año 2014 en Chile, invitado por el programa La Ciudad y las Palabras de la Facultad de Arquitectura de la PUC.

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