Columna de Marcelo Contreras: Trátame suavemente

Columna de Marcelo Contreras: Trátame suavemente

La pregunta no solo es por qué los artistas, empujados por los medios ciertamente, tienen opinión de todo en calidad de referentes, sino cuál es la razón para considerar -siempre- que merecen condiciones especiales, una cancha asegurada por el hecho de consagrarse al arte.



Escena uno. Jaime Vadell tilda de “llorones” a sus colegas en una entrevista de radio Futuro. “Siempre están pidiendo que los mantenga el Estado, no tiene por qué ser eso”, señaló el reconocido actor de 88 años, ejemplificando con las dificultades del sistema público para sostener al profesorado.

“Esos huevones sí que son importantes”, sentenció, dejando entrever que en materia de prioridades en un país tercermundista, la educación antecede a las demandas artísticas. El gremio suele quejarse del apoyo estatal, cuyo diseño implica un ministerio exclusivo. A pesar de la cercanía del presidente Gabriel Boric con el sector, esperaban mucho más de esta administración.

En la misma emisora, la actriz Magdalena Max Neef coincidió con Vadell -”somos lo más llorones que hay”-, recibiendo fuego amigo de Patricia Rivadeneira. El Sindicato de actores y actrices de Chile, Sidarte, calificó como “desafortunadas” las expresiones de Vadell, un profesional de las artes dramáticas desde 1956, testigo de 13 presidencias, y sus respectivas políticas culturales.

Jaime Vadell y Magdalena Max-Neef

Escena dos. Javiera Contador registra un discreto paso por el último festival de Viña y el público reacciona con pifias a su rutina humorística, costumbre arraigada en la Quinta Vergara cuando el artista no convence. Como una manera de apoyar a la reconocida actriz y comediante, el gremio artístico ninguneó al público entre posteos y declaraciones de rebosante soberbia, esa misma masa que cuando aplaude y celebra sus actos, es sabia, sensible y cariñosa.

Escena tres. El cantante Pablo Herrera califica como “cultura de mierda” las costumbres haitianas, y propone correr bala a los delincuentes. Luego, ante una parodia en el programa humorístico El Antídoto de Fabrizio Copano el pasado viernes, se ofendió, asegurando que era “ilegal” utilizar sus canciones. En modo metralleta, Herrera también repasó a Mon Laferte por su video de Pornocracia. “Debiera estar abrazando niños”, aconsejó, en vez de “chupándole el loly a una persona”.

Escena cuatro. A Mon Laferte le intriga el odio que cosecha en redes sociales, según confesó en entrevista a este diario la semana pasada. La estrella pop chilena mexicana, que suele manifestar posturas sin ambages -por consiguiente las réplicas son parte del paquete-, aseguró que militares y carabineros habían quemado el metro de Santiago en noviembre de 2019, sin dar prueba alguna. Lo dijo y qué.

Hablar desde una especie de púlpito en calidad de artista no es gratis. Lo debe saber, por ejemplo, Alberto Plaza, que lanzó su carrera por la borda tras revelar impúdicamente un carácter reaccionario hasta la médula.

La pregunta no solo es por qué los artistas, empujados por los medios ciertamente, tienen opinión de todo en calidad de referentes, sino cuál es la razón para considerar -siempre- que merecen condiciones especiales, una cancha asegurada por el hecho de consagrarse al arte.

Tal como los deportistas profesionales de alta competitividad, los artistas reciben intensas manifestaciones de cariño y adulación, que el común de los trabajadores rara vez experimenta. Y si son extraordinarios, suelen enriquecerse.

Esa posición sacrosanta y sabionda sin réplicas con licencia para decir brutalidades, y exigente de atenciones distintas al resto, parece fuera de lugar en una sociedad donde todos los oficios y experticias poseen un valor, contribuyendo al conjunto.

Que son indispensables, cierto. Que su labor eleva el espíritu y nos conecta con nuevas perspectivas, emociones y sensibilidades, indiscutido. Pero nada de lo anterior les da licencia para exigir trato diferenciado, beneficios e inmunidad.

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