Tres noches con Paul McCartney (¿y un posible regreso a Chile?)

Tres noches con Paul McCartney (¿y un posible regreso a Chile?)

El cantante pasó en noviembre y diciembre por Latinoamérica, con dos masivos conciertos en Ciudad de México y otro en Río de Janeiro. Un periodista de Culto estuvo en ambas ciudades para calibrar lo inevitable: ¿se acerca el adiós del músico vivo más importante del planeta?


Si por un par de horas la beatlemanía de los años 60 tuviera que reencarnarse en algún lugar del siglo XXI, posiblemente una buena alternativa sería Ciudad de México.

En la previa a los dos shows que Paul McCartney dio el 14 y 16 de noviembre en el Foro Sol de la capital chilanga, se pueden ver en los alrededores a decenas de fanáticos uniformados con los trajes de la portada del disco Sgt. Pepper, aquellos de colores chillones, cuello alto, hombreras, botones y cuerdas sobre el pecho, además de perfeccionar aún más esa estética con bigotes y pelucas postizas. Parece un desfile arrancado de una viñeta psicodélica.

Todo rodeado por una kilométrica feria informal donde se comercializan los más disímiles productos Beatle, desde calcetines y tazones, hasta zapatillas y poleras. Si Ciudad de México siempre reluce abrumadora, cuando entra en combustión con los Fab Four el resultado se multiplica.

Otra opción para recibir a una beatlemanía rejuvenecida podría ser Río de Janeiro. En los accesos del legendario Estadio Maracaná -donde tocó un mes después, el 16 de diciembre-, los organizadores entregan a cada asistente un puñado de globos y un cartel con las palabrillas “na na”, con el propósito de que todos lo levanten al momento de Hey Jude, para que se forme a través del recinto ese masivo “na na na na” que inmortaliza el coro de la canción. En tanto, los globos de colores se reservan para agitar en Ob-La-Di, Ob-La-Da. Cuando todo aquello sucede, la postal es fantástica.

Quizás por eso, el músico escogió a ambas ciudades para cerrar el tramo 2023 de su actual gira Got Back. Mientras en el país norteamericano sólo pasó por Ciudad de México, en Brasil visitó otros cuatro lugares, pero todo culminó en el epicentro de la samba y el carnaval.

En ambos sitios circulaba entre fanáticos y medios el rumor de que los respectivos conciertos podían marcar su última vez en cada uno de esos países, que no habría más, que era el todo o nada, el epílogo, la posibilidad final de ver a un Beatle sobre un escenario. En Río, los comentarios fueron aún más afiebrados: en los días previos se difundieron en redes sociales versiones que apuntaban a que aparecería Ringo Starr en pleno espectáculo, con el objetivo de despedir a su compañero no sólo de Brasil, sino que también de la música en vivo. La teoría era esa: tras su recital en el Maracaná, donde sólo había estado antes en 1990 congregando a 184 mil espectadores, Paul abandonaría para siempre las giras.

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Es muy posible que nada de eso ocurra. La razón es tan simple como categórica: el cantante a los 81 años aún se mantiene en un impecable estado artístico y escénico. Hay un natural cambio y desgaste en su voz, pero no hay rastros de un creador en su crepúsculo, ni menos fallas mayúsculas que boicoteen un repertorio imbatible. Tampoco hay temas adaptados a un registro interpretativo más adulto y gastado, como sucede con Bob Dylan, quien desde hace años ralentiza sus composiciones en vivo para no exigir su garganta.

McCartney, con lo que aún tiene, se arroja desde un principio a un catálogo vital y eléctrico, sin concesiones ni espacio para flaquear. La partida en ambas ciudades fue con Can’t buy me love, ese hit que encarna el frenesí beatlemaniaco de los años 60, esa pieza que despega de inmediato con el estribillo y que musicaliza la escena clave de la cinta A hard day’s night (1964), cuando los cuatro músicos abandonan el encierro para salir disparados a correr y bailar en libertad por una explanada.

Situar ese track en un inicio tiene precisamente la lógica del arranque de fiesta, de soltar las expectativas acumuladas en los minutos previos, de propulsar la magia y lanzarse impetuosos a una travesía que promedia las dos horas y 40 minutos.

El gran protagonista de la velada ya luce canas, una barba de un par de días y un elegante traje oscuro, que en el caso de Río hace frente al calor que hasta altas horas de la noche seguía aturdiendo a la ciudad. El conjunto que acompaña al inglés -el tecladista Paul “Wix” Wickens, los guitarristas Rusty Anderson y Brian Ray, y el baterista Abe Laboriel Jr.- es el otro gran sostén que explica su vigencia: solventes, versátiles, afilados y capacitados para interpretar todos los registros que va recorriendo la performance. Lo auxilian en las segundas voces y funcionan como un acorazado que se mueve sin puntos bajos. Todos ellos acompañan al gran jefe hace más de dos décadas: es el doble del tiempo que estuvo con John, George y Ringo. Es su agrupación más duradera.

Tras Can’t buy me love viene el turno de Junior’s farm y Lettin go, parte del trayecto en su otra banda, Wings, esa máquina de éxitos y melodías efectivas con que sobrevivió en los años 70. En esta última composición, el Macca festivo del comienzo da pie al Macca más inquieto, al creador que siempre ha querido demostrar que no se cansa de conquistar nuevos ángulos para su carrera. En un costado del escenario, casi mezclado con el público, aparece el trío de bronces Hot City Horns, integrado por Paul Burton en trombón, Kenji Fenton en saxofón y Mike Davis en trompeta.

Son parte de las giras de Macca desde 2018 y aparecen en distintos tramos del concierto, otorgando un cuerpo más robusto y soul a las canciones. Si con The Beatles el único norte disco tras disco era el riesgo, el británico no ha bajado la guardia al minuto de seguir quebrando el guion.

¿Otro ejemplo? Este año sumó al listado en vivo She’s a woman, una canción también de los días del descontrol beatlemaniaco, la que no interpretaba desde 2004 y que se impone demandante desde lo vocal, con cambios de tonos y un timbre mucho más áspero. El Paul octogenario lo sortea sin grandes baches.

Después pasan ese guiño a Motown y a la música negra llamado Got to get you into my life, para rematar en otro suceso de Wings, Let me roll it, siempre épica y vigorosa en vivo, ganando mucho más que en su versión en estudio, aderezada sobre el cierre con la furia eléctrica de Foxy lady de Jimi Hendrix, ese guitarrista flechado a primera vista con los cuatro de Liverpool.

Getting better también se sumó de forma reciente al tour y muestra a McCartney ya con su colorida guitarra en escena, rasgueando ese acorde repetitivo del inicio de uno de los temas más innovadores de sus días de LSD y ropajes caleidoscópicos.

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La siguiente parte del espectáculo tiene al ex Beatle sentado al piano en un rincón, alternando su cancionero en Wings con su mundo en solitario en Let’em in, Nineteen hundred and eighty-five, Maybe I’m amazed y la algo soporífera My Valentine. El instante supone una suerte de freno de mano después del sacudón inicial. Algunos aprovechan para sentarse y recuperar un poco el aliento, porque saben que el tobogán arrancará en direcciones aún más evocativas en la segunda parte del concierto.

En México, entre el público se mueven miembros de Café Tacvba y Lenny Kravitz, de paso por ese país, admirando en pleno show un repertorio del que también ha cogido forma y fondo. En Brasil, héroes locales como Gilberto Gil, Milton Nascimento y Jards Macalé hacen lo propio en los sectores más exclusivos, admirando a un contemporáneo, un cara a cara con la figura capital de toda su generación.

En ambos países también hay devotos que llegaron de otras latitudes continentales por las que el músico esta vez no pasó, como Chile y Argentina. En el mismo Maracaná es posible reconocer a seguidores que viajaron desde Santiago, masticando la esperanza de que el músico retorne al país tras su última venida de 2019. Para algunos de ellos, un consuelo mayor: en el hotel Copacabana Palace de Río de Janeiro, McCartney salió hacia el estadio por la puerta principal y saludó a los más de 100 fanáticos que se apiñaban en el lugar; algunos chilenos lograron chocarle la mano mientras el hombre de Let it be bajaba el vidrio desde su auto y saludaba a hombres y mujeres, chicos y grandes que se abalanzaban con histeria y celular en mano a su paso.

Porque la beatlemanía 2.0 no distingue edades. En los conciertos se ve una audiencia transversal, desde niños que apenas se empinan por los ocho años vestidos con poleras de Abbey Road hasta adultos que ya cuentan varios conciertos de Macca en su bitácora.

Para todos, el artista tiene reservado uno de los pasajes más emotivos de la velada. Juntos a sus músicos se agrupa en la parte delantera del escenario, para que tras ellos aparezca en la escenografía la imagen de una vieja casa de Liverpool de los años 50. Es el viaje a la cuna profunda de The Beatles, cuando de hecho ni siquiera se llamaban así: McCartney y los suyos aquí interpretan In spite of all the danger, la primera grabación que hizo junto a John Lennon y George Harrison, en 1958 y cuando probaban suerte como The Quarry Men. Es el mismo registro casero que el mundo conoció recién en 1995 como parte de la saga de discos Anthology.

Después viene Love me do, el primer gran éxito del cuarteto, el que simboliza los años formativos de despegue y expectativa, cuando se trasladaron a Londres y ya contaban con Ringo Starr entre sus filas.

Pero el actual show tiene poco de esos tiempos embrionarios. Pudiendo echar mano al repertorio de la primera época que rompió récords y sacudió al planeta, Paul prefiere desplegar los sonidos Beatle de su era más experimental y adulta, pasando el boogie de Lady Madonna, la psicodelia circense de Being for the benefit of Mr. Kite! y el acento reggae y juguetón de Ob-La-Di, Ob-La-Da.

En ese track, al menos en Río de Janeiro, los globos que entregan a la entrada se iluminan con los celulares y se mueven de un lado a otro, generando un Maracaná multicolor ideal para viralizar por redes sociales y eternizar un momento TikTok. McCartney, un protagonista del siglo XX, del universo análogo y del viejo rock, también estimula capítulos idóneos para la tecnología de otro milenio.

Eso sí, nunca olvida a quienes estuvieron antes. Here today se la dedica a John Lennon -a quien presenta como “mi hermano John”-, cantada sobre una plataforma y sólo acompañado de su guitarra, con su voz frágil y a momentos quebrada retumbando por el recinto, como un canto ahogado que intenta llegar hasta su amigo en el infinito. Es, de hecho, el tema que escribió en 1982, diseñando un diálogo imaginario entre ambos, estremecido aún por el asesinato de Lennon dos años antes.

En Something, la memoria gira hacia George. Macca toma el ukelele y despacha una de las más hermosas canciones de amor de todos los tiempos, mientras en las pantallas se suceden secuencias de The Beatles como una cofradía fortalecida por el compañerismo, riéndose en el estudio, fotografiándose felices, abrazados mientras cantan, dominando el mundo a su merced.

Paul ha sido en el siglo XXI el gran guardián del patrimonio de los Fab Four, pero también algo más: el hombre encargado de darle un desenlace feliz a esta travesía, exorcizando cualquier episodio amargo que hable de distancias, rencillas personales o pugilatos judiciales. En esa misma línea se entiende Now and then, aparecida en noviembre y publicitada como la última canción del cuarteto, en una aventura tecnológica que incluyó Inteligencia Artificial y el rescate de un demo de Lennon de fines de los 70 y de partes de guitarra de Harrison de los 90, para así generar la fantasía de que en el adiós podían volver a tocar juntos. Por supuesto, el track no está incluido en el actual espectáculo.

Lo que sí incluye esta gira son imágenes del documental Get back (2021), ese proyecto del director Peter Jackson para Disney que, bajo la misma idea de perpetuar una narrativa de hermanos más que de rivales, intentó mostrar el proceso tras lo que terminaría siendo el álbum Let it be (1970) como un encuentro de camaradas inseparables. Precisamente para la canción Get back, en las pantallas aparecen imágenes de Lennon y Ringo abrazados, Paul dichoso en el estudio, los cuatro haciendo payasadas diversas, el tecladista Billy Preston como el invitado que a cada minuto prende la fiesta. En vivo, esa composición es un festín del imaginario Beatle.

¿Otro trance casi epifánico? Hey Jude sigue resultando conmovedora. En México su coro unió a desconocidos en abrazos fraternos y disparó celulares iluminados, mientras que en Brasil era el momento de los carteles con el “na na” alzado como un solo bramido beatlemaniaco, uniformando al estadio bajo un concepto tan sencillo como universal. El principal agasajado dijo varias veces que el lugar se veía hermoso.

Pero si los presentes hubieran tenido que elegir un solo instante para enmarcar, es muy probable que I’ve got a feeling se levanta como carta segura. Sobre la mitad del tema, las pantallas proyectan al propio John Lennon cantando sus partes, con imágenes capturadas del show en la azotea del edificio Apple Corps en 1969. El McCartney real se suma a la interpretación y se genera un dueto virtual imposible: John en una pantalla y Paul sobre el escenario vuelven a cantar juntos. Amigos hasta el final y más allá. El epílogo sigue siendo feliz.

Para el cierre, el músico reserva casi puro rock and roll, en una descarga que incluye Birthday, Helter skelter y los fragmentos finales de Abbey Road (1969). Incluso excluyó una fija en sus tours, Yesterday, su mayor emblema como artesano de la canción, esta vez fuera sin que nadie la extrañe demasiado. Quizás da igual: Paul ha hecho de todo. Ha hablado un poco en español (en el DF) y otro poco en portugués (en Río). Ha salido a escena agitando la bandera de los respectivos países. Ha desenfundado con sus fuerzas finales el catálogo esencial de nuestra era. Apenas toma agua unos segundos en toda la presentación.

Y lo más importante: ha dicho de forma indirecta que esta no será la última vez. “¡Nos vemos la próxima!”, proclamó sobre el final de ambas citas, desvaneciendo la amenaza del hasta siempre. De hecho, en la ciudad carioca, un importante productor de una compañía chilena fue a ver el show y compartió con sus representantes en el hotel, lo que abre la opción de que pueda aterrizar en el Estadio Nacional durante 2024.

De concretarse, podría ser nuestra última oportunidad frente al músico vivo más trascendente del planeta. Porque ni siquiera un Beatle será eterno. Aunque él sobre un escenario se encargue de demostrar precisamente lo contrario.

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