Julio Anderson, un Jaiva por accidente: “Nunca dejé de llorar a Gato Alquinta y Gabriel Parra”

Anderson (primero desde la der.) junto a Gato Alquinta

El médico y músico falleció este fin de semana a los 74 años. Su paso por Los Jaivas fue fugaz pero esencial para el sonido que consiguieron en los años 70. En agosto de este año, Anderson conversó con Culto y contó su historia al interior de la banda, incluso revelando su compleja salida. Estas son algunas de las frases que se mantenían inéditas.


En agosto de año en conversación con Culto, el médico y músico Julio Anderson declaraba un ánimo en baja.

“Hoy estoy pensionado, lesionado y postrado en cama. Me hice un daño a la cadera, a los pocos días de operarme me ocurre un esguince y se me lesiona el nervio ciático y no me deja caminar más. Estoy en silla de ruedas, soy un enfermo crónico. Ya no puedo tocar nada, me lesioné el hombro, soy minusválido y esto me tiene muy deprimido. Nunca más volveré a tomar un instrumento”, narraba desde su residencia en Viña del Mar, para después rematar: “No sé si llego a los 80″.

Julio Anderson Montalivet falleció el pasado sábado 25 a los 74 años tras una larga enfermedad que lo tuvo postrado en los últimos meses. Pero, en ese estado, incluso había algo más que lo remecía y le agitaba sus emociones: “De pronto me acuerdo que el ´Gato’ Alquinta y Gabriel Parra se murieron y lloro por ellos. Lloro a solas. Nunca los dejé de llorar. Es como si ya no estuvieran dos hermanos”.

Anderson estelarizó uno de los capítulos medulares en la historia de Los Jaivas. Pese a que fue algo así como un Jaiva por accidente. O un Jaiva por un año. El profesional sólo estuvo en 1975 en la agrupación, el año en que consolidan su turbulenta vida en Argentina y en que lanzan El Indio, para muchos especialistas su obra maestra, aquel disco donde precisamente Anderson contribuye con líneas de bajo espesas y cercanas al rock en joyas como La conquistada.

Suficiente como para integrar la historia mayúscula del grupo y para que los propios viñamarinos lo despidieran con pesar este fin de semana en sus redes sociales: “Estamos muy conmovidos con la partida de Julio Anderson, de quien guardamos grandes recuerdos de nuestra amistad nacida en nuestra natal Viña del Mar y las intensas vivencias durante nuestra estadía en Zárate. Esta noche tocaremos en la localidad de Padre Las Casas donde lo recordaremos con música y mucha emoción. Abrazamos a su familia, amistades y colegas de medicina”.

Eso sí, Anderson nunca pensó que militaría en el conjunto más grande del rock nacional.

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También nacido en Viña del Mar, su destino apuntaba en un comienzo al hospital Gustavo Fricke, donde ingresó para trabajar y cumplir turnos a principios de 1970.

Pero en las tardes –”a partir de las seis”, según rememoraba en ese diálogo con este medio- un ineludible ruido que salía de una casa en calle Viana le llamaba la atención. “Eran Los Jaivas, que ensayaban a esa hora. Ya se llamaban de esa manera, pero no eran tan tan famosos. Yo pasaba por la casa y, a alguna gente, le abrían las puertas para que entrara a mirar. Yo era uno de ellos. Quedaba impactado con la forma en que tocaban y se relacionaban”, rememora en torno al quinteto que formaban Eduardo Alquinta, Mario Mutis, Claudio, Eduardo y Gabriel Parra.

En una de esas jornadas, la señora Hilda, la madre de los Parra, llamó al grupo a tomar once. Se fueron de la sala y dejaron los instrumentos a un lado. Anderson tomó el bajo de Mutis, comenzó a ejecutarlo y quedó maravillado.

“Y ahí me quedé tocando, toda la tarde. Lo hice durante varios días y ellos se dieron cuenta que lo hacía bien, que era algo que me gustaba”, asegura. Así pasaron tardes enteras en que el médico practicaba bajo y relucía sus nuevos dotes en el cuartel general de los hombres de Todos juntos.

Hasta que en mayo de 1975, con la banda ya viviendo en Argentina -habían partido tras el Golpe de estado en Chile-, decidieron retornar a Chile por un tiempo a realizar un par de conciertos. Cuando se iban de vuelta a Buenos Aires, vino el balde de agua fría: Mutis se quedaba en Santiago para tratar una enfermedad que padecía su hijo.

“Entonces, veo un día llegar a Claudio al hospital y pensé que venía por algo médico. Pero me dice: ¿tú te irías con nosotros a Argentina para tocar el bajo? Era una invitación de oro, le dije al tiro que sí. Aunque en el momento me comentó: nos vamos la próxima semana. Fui donde la autoridad del hospital a pedirle un año sin goce de sueldo, pero no me dejaron. De hecho, casi que me amenazaron al decirme: o te quedas o te vas para siempre. ‘Ah, entonces renuncio’, les dije. Y me fui no más. Le avisé a mi padre y le dije lo mismo: me voy la otra semana a girar y grabar con Los Jaivas. No hay vuelta atrás”.

Anderson debutó en vivo con la banda en un show el 25 de mayo de 1975 en la confitería argentina Facapé.

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“Tocar con Los Jaivas era una oportunidad que se me iba a dar una sola vez en la vida. El otro candidato era Héctor Sepúlveda, de Los Vidrios Quebrados, pero me eligieron a mí. En Argentina me costó adaptarme a la vida en comunidad, a veces era un desastre”.

“Ahí tuvimos nuestros primeros choques y desencuentros. No teníamos tanta plata, muchas veces debíamos tocar en muchas partes para tener algo para comer, porque debíamos alimentar a 24 personas. Era una vida en comunidad en Zárate. Era un grupo gigantesco de gente. Y por supuesto se priorizaban los niños. La leche que había en el refrigerador era para los niños, que también estaban complicados. Nosotros estábamos más preocupados de ensayar y lo hacíamos en el living. Era muy ardua nuestra rutina. Ahí salieron todas las cosas que hicimos en El Indio”.

Para grabar la producción, Anderson contaba que se levantaban todos los días a las cinco de la mañana para viajar dos horas a los estudios de EMI Odeon en Buenos Aires. “Íbamos con un camión cargado de instrumentos, llegábamos justo a tiempo. Creo que mi aporte estuvo ahí en darle una nueva dimensión al bajo, yo sentía que les faltaba un bajo más abierto. Más potencia. Yo era más rockero y jazzista, me sentía bien así; creo que salieron de ser un grupo progresivo en el folcore para ampliarse a las otras vetas del rock y el jazz. Gato decía: este disco va a dar que hablar en Chile. Yo le metía distorsión al bajo y trataba de adaptarme lo máximo posible a ellos”.

Ya instalados en Argentina, Anderson fue parte de la tropa que giró por el país presentando las nuevas composiciones. Una de las citas rutilantes aconteció el 18 de diciembre de 1975 en el Teatro Gran Rex; fue también el último espectáculo de Anderson a bordo de Los Jaivas. Pero algo más: según recordaba el músico, en ese encuentro estuvo presente entre el público Charly García, figura en ascenso del rock trasandino gracias a su triunfo en Sui Generis.

“Charly no era tan simpático, yo creo que nos odiaba un poco. El Gran Rex era un gran teatro, nos iban a ver todos los músicos argentinos y gente de la industria. Charly se sentó en primera fila. Empezamos a tocar. Charly se levanta y se va. Yo creo que para que vieran que era Charly García y que no estaba de acuerdo con lo que hacíamos nosotros. Él era un héroe en esa época para los argentinos”.

Pero la huella de Anderson fue contundente, aunque fugaz. El médico debió abandonar Los Jaivas tras ese recital en la capital argentina.

“Fue por un asunto personal. Gabriel Parra estaba casado con Quena Correa, quien tenía varios hijos. Uno de ellos tenía una esposa que se enamoró de mí. Ahí hubo todo un conflicto. Quena dijo: o se va Julio o me voy yo. Fue un chantaje emocional. Pese a que seguí después con esta niña, me tuve que ir de la banda. Firmé una carta en la que declaraba que ya no era más parte de ellos, nunca gané un peso después, sólo enamoramiento musical. Cuando me fui, Eduardo me fue a dejar y me dijo: tú nunca dejarás de ser un Jaiva. Ahora estoy postrado en mi cama y no puedo caminar más, pero mi experiencia en Los Jaivas fue tremenda”.

El quiebre, eso sí, no fue total. Anderson regresó como invitado 22 años después a una gira de su banda madre, cuando en 1997 tocó como invitado en el en ese entonces Teatro Monumental y en la Quinta Vergara de Viña de Mar. Así, cerraba el círculo en el sitio donde todo había partido.

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