Columna de Marisol García: NotPop

Solo el paso del tiempo iba a poder convertir un documental sobre los banales Milli Vanilli en una provocadora reflexión cultural. Primero hit ochentero, luego escándalo, y al fin revelación de la profunda hipocresía con que juzgamos a nuestras estrellas fugaces.



Ser y parecer “auténtico” solía ser la vara de medida que separaba a las figuras pop de moda de los músicos dignos de trascendencia. Por mucho tiempo se buscaba entre los cantautores gestos que sugirieran reciedumbre: versos personales sin asomo de pudor, ropa como de andar por casa, pistas en entrevistas sobre los “demonios” que acechaban el propio cancionero. Incluso tras el radical reordenamiento de piezas que ha supuesto la digitalización, hay quienes insisten en aplaudir per se lo que en realidad no es más que una impostura. De músico atormentado, sexy, rebelde o indignado se actúa. Pues de auténtico, también.

Solo el paso del tiempo iba a poder convertir un documental sobre los banales Milli Vanilli en una provocadora reflexión cultural. Primero hit ochentero, luego escándalo, y al fin revelación de la profunda hipocresía con que juzgamos a nuestras estrellas fugaces, el dúo de bailarines hábiles en hacer-como-que-cantaban tiene en el nuevo Milli Vanilli (Paramount +) una reivindicación dada por el contexto: con qué moral vamos a criticarles una suplantación vocal a dos jóvenes alguna vez ansiosos de figuración, hoy que aceptamos conciertos de hologramas, giras de aniversario de leyendas de piel tersa, y, ay, un nuevo single de los Beatles 53 años después de su separación.

La frenética reinvención de los códigos pop que ha traido internet ha dejado en el limbo incluso aquellas categorías que creíamos más contundentes. Nos distraen giras de despedida que luego quedarán anuladas por un concierto de regreso, bandas de integrantes que nunca han compartido un estudio, shows en los que lo crucial es lo que sucede en la pantalla sobre el escenario. Ni hablar de cómo la IA pronto dejará obsoleta la palabra ‘truco’.

A la actual dinámica del pop no podemos acusarla de fake, pues el artificio siempre estuvo al centro del desafío creativo en el género. Es simplemente otra era, de identidades fluctuantes para ideas móviles y sonidos “generativos”, que es como Brian Eno define su pronóstico de una música a la que en poco tiempo cada uno podrá podar a su gusto, como a una planta en la terraza.

“No digas una palabra más, / no me fío de ti / Ya oí eso en algún lugar, ¡y no! / te lo has aprendido bien…”, decía un single de 1984 del grupo español Radio Futura titulado Historias de playback. Pero si antes la simulación del canto era motivo de sospecha, hoy la infinidad de recursos tecnológicos aplicados a la música revierten la lógica, y hemos pasado a desconfiar más bien de quienes no ceden al autotune ni a los filtros.

Será mejor asumir que lo más auténtico en el pop es abrazar sin conflicto su intrínseca pretensión por construir algo ajeno que consiga convencer de su singularidad. Las redes sociales mantienen a tono nuestro músculo del fingir: nos reconocemos en nuestros engaños, nos calmamos haciendo parecer que todo nos sale estupendamente, y cantamos como si fuéramos otro/a. Al fin, el buen pop es la más contagiosa de las mentiras.

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