Los Asesinos de la Luna: Martin Scorsese y la gran tragedia estadounidense

Foto: Courtesy of Apple

El octogenario cineasta junta por primera vez a Leonardo DiCaprio y Robert De Niro en su película más reciente, una poderosa y desgarradora aproximación a la oleada de homicidios que afligió a la Nación Osage en los años 20, donde revisita algunos de sus temas favoritos y abre nuevas rutas. Tras su debut en el Festival de Cannes, llega este jueves 19 a cines chilenos.


En Los asesinos de la luna hay al menos una escena en que el personaje de Leonardo DiCaprio se divierte apostando y exclama: “¡Me encanta el dinero!”. Un hombre mayor y rebosante de poder e influencias precipita los acontecimientos de la trama a través de los hilos que mueve. En los costados de la historia hay una galería de figuras dispuestas a cometer toda clase de atrocidades a cambio de una buena cantidad de billetes. Y al centro del filme hay una gran traición que asola a los protagonistas.

El trabajo más reciente de Martin Scorsese –desde este jueves 19 en salas de cine del país– contempla varios de los elementos que definieron el eje de sus celebradas cintas sobre la mafia, en gran medida porque el imperio ganadero que ha levantado William Hale (Robert De Niro) en Fairfax, donde transcurre casi todo el metraje, reúne unas cuantas de las características de ese tipo de organizaciones al margen de la ley que ha retratado en

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Pero su nueva película, titulada originalmente Killers of the Flower Moon y financiada por Apple, se mueve por otros derroteros. En primer lugar, el relato carece del éxtasis que definió buena parte de sus ejercicios gansteriles (incluyendo El lobo de Wall Street) y, en segundo lugar, se empapa de lo que el director interpreta como una devastadora tragedia ocurrida un siglo atrás en Estados Unidos. No sólo quiere llevar ese episodio histórico a la pantalla; quiere diseccionarlo rigurosamente, operando desde las entrañas hasta la dimensión más global.

El autor de Toro salvaje (1980) se inspira en la oleada de asesinatos que se produjo en la década de los 20 en la Nación Osage, un pueblo originario que se enriqueció excepcionalmente gracias al descubrimiento de petróleo en sus tierras y sufrió la pérdida de muchos de sus miembros producto de una matanza en cámara lenta, en un inicio imperceptible a sus ojos y durante años invisible para los habitantes del resto del país. La comunidad llamó a ese período el “Reinado del Terror”.

En vez de establecer el foco en la investigación policial (tardía) en torno a esos casos de homicidios –un área de interés del libro de David Grann en que se basa el guión de Scorsese y Eric Roth–, el filme narra la carnicería desde dentro, concentrándose en la historia de amor que nace entre Ernest (DiCaprio), un veterano de la Primera Guerra Mundial que se muda a la localidad, y Mollie (Lily Gladstone), la perspicaz hija de una adinerada familia Osage.

Ella de inmediato lo identifica como un “coyote” que anhela tener su dinero, pero también siente que debajo de esa cubierta algo patética podría haber un buen hombre. Para deleite de Hale, el tío de Ernest (denominado “el rey de las colinas Osage”), la pareja inicia una relación, se casa y se convierten en padres. Sin embargo, desde antes de contraer nupcias, todo ya se ha empezado a teñir de sangre. A lo largo de las más de tres horas de película, las fauces de la tragedia se ciernen sobre el matrimonio, su entorno y los integrantes de la Nación Osage. Los muertos caen víctimas de la codicia del hombre blanco, que sigilosamente se ha escabullido en sus familias y sus tierras, causando que ya no puedan distinguir al aliado del victimario, a la mano amiga del asesino.

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Ernest es la clase de personaje de Scorsese que se autoengaña mientras se transforma en una criatura irredimible –y la quijada de DiCaprio se aprieta cada vez más–. Probablemente no está por pura conveniencia junto a su esposa, pero ciertamente se habría buscado a otra mujer si ella no contara con acceso a los “headrights”, los derechos minerales sobre las apetecidas tierras donde yace el petróleo, que se transfieren de generación en generación. Mollie está demasiado ocupada con los dolores de su núcleo, con la crianza y con sus propios problemas de salud como para advertir lo que realmente está ocurriendo.

Como en El Irlandés (2019), la anterior cinta del octogenario cineasta, Los asesinos de la luna se vuelve más espesa y amarga conforme se dirige a su final. La acumulación de imágenes provoca un efecto demoledor. El largometraje se agiganta, ampliando sus ramificaciones –los cimientos de un país– y serpenteando entre géneros –es lo más parecido a un western de Scorsese–. Su director, en particular durante este año, ha hablado con franqueza sobre que es consciente de que va acercándose al crepúsculo de su trayectoria, que no le quedan muchas historias por contar, porque el tiempo se agota. Pero vaya con qué películas está coronando su filmografía.

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