Por qué (pese a todo) aún amamos a Morrissey

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Por qué (pese a todo) aún amamos a Morrissey

El ex The Smiths hoy cumple 64 años y, pese a sus últimos arranques de ácida opinología y sus discos irregulares, pese a ser despreciado por los sellos y a que algunos han sentenciado que su carrera bordea el despeñadero, sigue siendo una criatura única y extraordinaria: el artista que agita como pocos lo establecido.


Morrissey parece estar confinado en su habitación frente al espejo y con la radio a volumen estridente. Baila torpemente, mira sin dirección fija, se mueve incómodo, no domina el espacio, golpea el aire con un ramo de flores, hace playback de una canción pronta a convertirse en hit radial, se viste con una polera suelta y pantalones negros tan glamorosos como los del cajero que te atiende en el banco.

Parece la escena de un adolescente cualquiera haciendo mímica en su pieza, refugiado del mundo externo y replicando los tics de su ídolo, pero no: Moz está en pleno 1983 en el programa británico Top of the pops, presentando para todo el país a su grupo The Smiths con el single This charming man.

Fue la primera imagen masiva que Inglaterra –y en rigor, el planeta- tuvo del cantante que hoy cumple 64 años. Y fue un shock, una secuencia hasta hoy tan magnética como confusa. Acostumbrados al salvajismo atlético de Mick Jagger y la coreográfica ambigüedad de David Bowie, la audiencia vio en esa noche a un veinteañero que rompía con los patrones habituales de la estrella de rock, que se parecía poco y nada a los artistas empoderados, infalibles, seguros de sí mismos, testosterónicos y telegénicos que habían dominado la escena.

Por lo demás, su banda llevaba el apellido de la gente común, el más repetido en todas las partidas de nacimiento en Inglaterra, el de las clases medias y postergadas. “Pensé que era una buena fórmula ponernos el nombre más ordinario posible, ya que era tiempo de que la gente ordinaria de este mundo mostrara sus rostros”, justificó mucho tiempo después.

Así como la presentación de The Beatles de 1964 en el estelar estadounidense The Ed Sullivan Show marcó para siempre la naturaleza del cuarteto –la imagen de jóvenes ingeniosos y vitales está vinculada a fuego a ese Big Bang de la cultura pop-, el cantante tuvo en ese bautizo televisivo de principios de los 80 a su más elocuente declaración de principios.

Sin sexo

Luego vinieron los discos de The Smiths cuyas portadas exhibían fotografías en blanco y negro, torsos desnudos y gente sin demasiada gracia, como una forma de publicitar canciones de profunda melancolía, romanticismo retorcido, existencialismo adolescente y una mirada descreída acerca de lo que informaban las noticias. Todo parecía oponerse al glamour de yates, modelos, pasarelas, fiesta incombustible y frivolidad infinita propagado por conjuntos ingleses como Roxy Music o Duran Duran; los Smiths, para subrayar aún más las distancias, ni siquiera facturaron videos demasiado llamativos.

Morrissey detestaba el pop de moda de su época –sus enfrentamientos con el otro gran titán de esos años, Robert Smith de The Cure, son legendarios- y para eso utilizó una estrategia que también constituyó un golpe maestro: en las entrevistas, a la hora de citar influencias e idolatrías, de hablar de su equipaje como compositor y de su genealogía como artista, obviaba a The Beatles, The Rolling Stones, The Who o David Bowie, los grandes faros del cancionero británico, para situarse en una era muy anterior al rock, en nombres que ni siquiera eran músicos, como Oscar Wilde, o James Dean y los grandes dandis del cine clásico. A todos los elevaba muy por encima de las divinidades intocables de la música popular.

Con todo ello, Morrissey se alzó como un provocador que le tocaba la oreja a la oficialidad, el polemista que sacudía las obviedades, incluso en términos no sólo musicales. En los 80, la era más sexualizada del pop hasta esa fecha, con Prince exprimiendo gemidos desde sus primeros álbumes o Madonna erotizando sus videoclips para declarar empoderamiento femenino, él tomó la más inusual de las alternativas. Se declaró célibe, asexuado, una rareza sin vida íntima.

"No tengo vida social, no la necesito. Vivo tranquilo en soledad. La diversión es una construcción artificial, y si no tienes una vida sexual (y yo no la tengo en absoluto) es imposible tratar con la gente, porque la gente sólo habla de sexo", soltó años más tarde.

Incluso su opción fue aún más extrema. En un período en que los grandes íconos del pop también empezaban a ensalzar su homosexualidad como bandera de lucha o simplemente como un recurso más de sus canciones (Boy George, George Michael, Jimmy Somerville), Moz también pidió que lo eliminarán de ese listado: tampoco era gay y no tenían por qué compararlo con figuras que habían encontrado éxito en ese colectivo.

Por donde se lo mirara, Morrissey, mucho antes que Nirvana y las deidades del grunge, había creado al héroe alternativo.

Indiferencia jamás

Su credo siguió un derrotero similar en sus primeros años en solitario en los 90, en un discurso que crecía a la par con grandes discos, éxitos sensacionales y letras que seguían abordando como pocos los rincones insondables de la pequeña condición humana; o sea, nadie lo podía acusar de un simple francotirador de titulares fáciles, un opinólogo con el veneno perfecto o un freak con ambiciones de protagonismo desmedido.

Hoy el cantante ha optado por casi sólo dar entrevistas por correo electrónico –se sabe y se entiende: odia el contacto humano-, pero así y todo sus palabras abren más el debate y estimulan más la reflexión que cualquier otro artista que cuente horas hablando con periodistas y repitiendo una y otra vez axiomas promocionales dictados por sus agentes de prensa.

En los últimos años se ha vuelto aún más incorrecto, como un huracán que va azotando víctimas sin distinción, caricaturizado como un viejo gruñón que ve muchos grises en el movimiento feminista, que dispara contra la inmigración que se toma Europa y que odia a las nuevas generaciones de estrellas, rotulándolos de simples monigotes de la industria, marionetas planas y anodinas como Ed Sheeran, o astros que, según sus palabras, más parecen “una mota de pelos”, como calificó a Justin Bieber.

Dentro de toda esa bravuconería, despejando el bosque para quedarse solo con lo esencial, algo de razón tiene. Por ejemplo, se ha mostrado como acérrimo enemigo del crowdfunding, aquel sistema de financiamiento colectivo en que los artistas piden a sus fans que aporten financieramente para poder lanzar discos, emprender giras o montar grandes shows.

El ex The Smiths frunce el ceño y agita su jopo cuando alguien le recuerda esas plataformas: "Yendo a los conciertos o comprando nuestros discos, el público ya nos ha aportado suficientes cantidades de dinero. ¿Qué es lo próximo que vamos a pedirles? ¿Qué nos cepillen los dientes?".

REUTERS/Toby Melville

A los 64 años, Steven Patrick Morrissey sigue generando fascinación en la cultura pop y en la escena musical, a momento tan subordinada a lo prefabricado, lo predecible y lo correcto, adormecida en premiaciones insulsas, récords engañosos y artistas de éxito efervescente.

Sus modos, sus frases, sus dardos, sus palabras irritan, incomodan, asombran o maravillan, nunca decantan en la indiferencia que odió desde adolescente, quizás desde esa primera gran aparición en TV que impactó a los ingleses.

El mismo lo tiene claro y te invita a escoger: “Cuando escuchas mi nombre, siempre tienes sólo dos opciones: o me amas o vomitas”.

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