Jorge Drexler en Chile: todo lo nuevo crece

Drexler saltó el jueves al escenario con poncho y zapatillas blancas. En escasos segundos, se puso de rodillas. Aquel gesto que en otros luciría impostado, irradió espontaneidad. El saludo de bienvenida fue con El Plan maestro, que abre el nuevo trabajo, una especie de funk más reposado y pastoso que se escuchó impecable de inmediato gracias a sus seis músicos, el tipo de intérpretes que si fueran futbolistas, serían esa clase de mediocampistas que anticipan jugadas con el balón a medio metro, todos cancheros sin aspavientos.


Durante la pandemia Jorge Drexler (57) padeció un bloqueo creativo. Tinta y tiempo, su último álbum publicado a fines de abril, resultó trabajoso pues no tenía cómo probar el material. Inseguro de la calidad, faltaban interlocutores para testear. Anoche, en la primera de tres funciones en el teatro Caupolicán que culminan este sábado, el artista uruguayo con 30 años lanzando discos como cantante y autor distinto, una versión más refinada del formato en el promedio latino -más elitista por cierto-, el astro uruguayo exorcizó demonios y, sobre todo, se encargó de hacer crecer la nueva obra con el apoyo de una banda magnífica.

El disco funciona grato a pesar de las dificultades pandémicas, pero en directo adquiere un aplomo superior. Drexler maneja las palabras y las observaciones con habilidad y agudeza. A ratos, demasiado pulcro y quirúrgico si se quiere -la malicia no es lo suyo aunque lo intenta-, como eco de su pasado en la medicina que ayer evocó remontándose a 1983, cuando ingresó a la universidad y la dictadura uruguaya agonizaba. Así dialogó con el público, mediante esa cercanía y sencillez de los charrúas, que lo simplifica todo con amplia y sincera sonrisa.

Drexler saltó al escenario con poncho y zapatillas blancas. En escasos segundos, se puso de rodillas. Aquel gesto que en otros luciría impostado, irradió espontaneidad. El saludo de bienvenida fue con El Plan maestro, que abre el nuevo trabajo, una especie de funk más reposado y pastoso que se escuchó impecable de inmediato gracias a sus seis músicos, el tipo de intérpretes que si fueran futbolistas, serían esa clase de mediocampistas que anticipan jugadas con el balón a medio metro, todos cancheros sin aspavientos, dominadores de sus respectivos oficios. El público que colmó el Caupolicán, la gran mayoría con mascarillas obedeciendo los notorios lienzos ordenando su uso, coreó tímidamente el nuevo tema donde Drexler reemplazó grácil la parte que en el disco canta Rubén Blades.

Termina la canción y se quita el poncho exclamando “buenas noches Santiago de Chile”. Habla del encierro como un amigo que no ves desde que empezó todo y del par de años en pausa escribiendo solitario. Luego suelta “este es uno de los lugares donde yo me siento más feliz”, en referencia al teatro Caupolicán, y la satisfacción de residir durante tres noches en la histórica sala capitalina.

Anuncia otro tema nuevo, Corazón impar. Al igual que el anterior, crece en vivo.

Vítores reciben Me haces bien y la gente canta. Sigue inmediatamente Fusión con sus alcances eróticos. El público senior se comporta a la altura de su target y la circunstancia: la gran mayoría mantiene sus celulares guardados.

Presenta otro corte nuevo, Bendito desconcierto, “escrita a medias con un compositor uruguayo que se llama Martin Buscaglia”, revela, y la audiencia suma palmas. Luego, las voces se elevan al turno de Inoportuna con sus aires de jazz.

Jorge Drexler aplica reversa en Era de amar, recordando sus inicios en 1992. La pieza soporta muy bien la prueba del tiempo. El uruguayo se dirige hacia el fondo del escenario y agita el telón blanco que cubre la retaguardia. “Voy caminando por el fondo del mar”, repite la letra, para citar finalmente Puente de Gustavo Cerati.

Para ¡Oh, algoritmo!, otra composición flamante, Drexler se convierte en profesor enseñando con gracia y paciencia los versos del estribillo. El público engancha de inmediato. “Dime qué debo cantar, oh algoritmo”, repite el Caupolicán como un mantra.

Continúan otros cortes como Salvapantallas -”la canción que viene está escrita para mis hermanos”-, y Asilo, encajada sin presentación. La audiencia la conoce de sobra. “Dame una noche de asilo en tu regazo”, canta el gentío.

Llega el turno de la composición que da nombre al disco, Tinta y tiempo. Presenta al baterista Borja Barrueta -”17 años tocando conmigo”-. El batero arma un patrón rítmico ligeramente intrincado que la banda réplica con palmas. Se mantiene la cláusula de la noche. En directo todo lo nuevo crece.

A esas alturas, el show se desordenó ligeramente entre una persona que se acercó a entregar algo parecido a un premio a Drexler, y los gritos del público pidiendo temas como si se tratara de un karaoke, o lanzando declaraciones de amor. El último cuarto del concierto enfila con canciones como Movimiento, Aquellos tiempos y Telefonía. Pero el norte es presentar íntegro Tinta y tiempo para que se sienta cálido y cómodo, una misión absolutamente cumplida durante la cita.

Silencio cierra antes del bis. “Les deseo que se reinserten de a poco en la vida normal”, dice Drexler, antes de dar pasó a aquella canción que juguetea con las pausas.

En el regreso arranca con Cinturón Blanco seguida de Luna de Rasquí. El teatro Caupolicán olvida las butacas en Todo se transforma, la última de la noche. Entre medio, le regalan una botella de vino. Jorge Drexler celebra que se trate de un cabernet tras leer la etiqueta. Lugo mira a la sala y sonríe sincero por enésima vez. Como un amigo.

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