Columna de Matías Rivas: E.E. Cummings, delirio y ternura

Edward Estlin Cummings (189 –1962), poeta, pintor, ensayista y dramaturgo estadounidense.

Sospecho que tras mi lectura de Cummings se oculta la nostalgia del que ya no soy. Es una narración sofocante, digna de un prosista excepcional, no de un poeta que convirtió la levedad en perfección.


En estos días he vuelto a leer a E.E. Cummings. Lo hago durante las noches cuando impera el silencio. Es un poeta que habla de amor. Cumple dos características difíciles de reunir: insólito y cercano. No se entiende con claridad lo que dicen sus poemas, pero sí lo que expresan. Son textos delicados y locos, los vengo descifrando desde mi adolescencia.

Fue el primer autor que intenté traducir. Recuerdo estar horas en ese ejercicio. Mi entrañable profesora de inglés me preguntaba qué sentido tenía leer a un tipo que estaba delirando. A mí –precisamente– su extrañeza era lo que me atraía. Había conseguido una antología en inglés y un libro de Octavio Paz que incluía un ensayo y traducciones, titulado Seis poemas y un recuerdo. Luego de su primera visita a Cummings, escribe: “No muy alto. Delgado, los ojos claros y vivos, los dientes intactos, la voz grave y rica en entonaciones, la cabeza al raso”. A lo que añade: “He conocido a unos cuantos poetas y artistas angloamericanos. Ninguno me ha dado esa sensación de extrema sencillez y refinamiento, pasión y humor, gracia y osadía –excepto el músico John Cage”. Aún me resuena la asociación entre estos personajes. Ambos estaban fascinados con las exploraciones de diversos lenguajes. Y, por sobre todo, los dos vinculan el pensar y el arte a los juegos.

Cummings nació en Massachusetts y se educó en Harvard. Estuvo en la Segunda Guerra y se distinguió por ser un sujeto indomesticable, tan anárquico como individualista. Según J.L. Borges era un inspirado conversador, en cuyas obras se descubren citas a la literatura antigua. Indicaba su gusto por alterar la tipografía, la sintaxis y la puntuación era evidente. No así su destreza técnica, oculta con la elegancia instintiva de los pícaros.

Cuando la oscuridad cae sobre Santiago leer a Cummings me alivia. Hace poco escuché una grabación donde recitaba. Su erotismo, fresco y suave, da aliento. Al menos, eso me sucede al enfrentar versos que dejan mudo por su tono sentimental: “en algún lugar que nunca recorrí, felizmente más allá / de toda experiencia, tus ojos tienen su silencio: / en tu más frágil ademán hay cosas que me incluyen, / o que no puedo tocar porque están demasiado próximas; / tu más leve mirada fácilmente me abrirá / aunque haya cerrado las mías como dedos; / me abres siempre pétalo por pétalo como la Primavera abre / (tocando diestramente, misteriosamente) su primera rosa / o si deseas estar junto a mí, yo y mi vida/ nos cerraremos hermosamente, súbitamente / como el corazón de esta flor cuando imagina / la nieve descendiendo minuciosamente en todas partes”.

Giorgio Agamben en su ensayo Magia y felicidad señala que es probable que “la invencible tristeza en la que se precipitan a veces los niños surja precisamente de la conciencia de no ser capaces de magia. Aquello que podemos alcanzar a través de nuestros méritos y fatigas no puede, en efecto, hacernos verdaderamente felices. Solo la magia puede hacerlo”. La solución a la melancolía profunda sería la invención de un idioma propio. “El niño nunca está tan contento como cuando inventa una lengua secreta”, agrega Agamben, pues ésta le permite conectar de nuevo lo misterioso y la realidad enigmática en la que se mueven los magos. Quizá la poesía de Cummings es un intento por restituir ese vínculo perdido a través de la visita permanente a un tema universal: el amor. Explora desde la lujuria hasta la compañía eterna. Su imaginación disparatada es capaz de tocar al lector pese a su singularidad.

Sospecho que tras mi lectura de Cummings se oculta la nostalgia del que ya no soy. Recuerdo que recibí un reto en la calle de un anciano indignado al verme que leía caminando. Iba absorto en la novela La habitación enorme. Me gritó: irresponsable. Es una narración sofocante, digna de un prosista excepcional, no de un poeta que convirtió la levedad en perfección. Ahora distingo otras frecuencias en sus escritos. Eludo sus piruetas para llegar directo a la médula. Reconozco cómo despeja mi sensibilidad con sutileza y gracia. No me incomoda su irracionalidad. Aprendí a gozar de su ternura.

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