A cien años de Poemas árticos, la obra con que Huidobro se reinventó

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Dedicados a Juan Gris y Jacques Lipchitz, los audaces versos publicados en la España de fin de guerra marcaron tanto un hito en la historia de las vanguardias como un giro en la estética del vate chileno.


A su regreso a Madrid desde París, en el otoño de 1918, Vicente Huidobro ya había dejado visibles huellas con la publicación de obras como El espejo de agua (1916) y Horizon carré (1917), mientras su Non serviam (1914) latía haciendo oír los lineamientos fundamentales del creacionismo que remecería al Viejo y al Nuevo Continente.

Despercudido ya de la métrica regular, de la rima asonante y de la puntuación, los nuevos cánones que venía proclamando para la poesía aún no cuajaban de manera frontal en sus versos.

De vuelta en la España de fin de guerra, Huidobro estaba resuelto a hundir los dedos en la siempre urgente realidad e imprimir a la voz una nueva travesía, o, si se quiere, "vivir/ buscar/atado al barco", como dice al fin en el homérico pasaje de Poemas árticos, que ese año ve la luz en la Península, donde estrecha lazos con Robert Delaunay, Rafael Cansinos Assens, Guillermo de Torre y Ramón Gómez de la Serna, entre otros.

Europa aún respiraba pólvora. "Los obuses estallan como rosas maduras/ Y las bombas agujerean los días", advirtió el vate hace 100 años, aunque sus introspectivas palabras hoy parecen el crudo relato de la actualidad: "Ese emigrante que canta/ partirá mañana".

Dedicada a Juan Gris y Jacques Lipchitz, la obra irrumpió como fuerte y contagiosa imagen de las primeras letras vanguardistas escritas en castellano, y para el propio Huidobro marcó un giro estético y una decisión potente, porque "estábamos tan lejos de la vida/ que el viento nos hacía suspirar".

Poemas árticos -reeditado ahora por la Fundación Vicente Huidobro- bosquejaba el compromiso que iba a asumir el autor de Elegía a la muerte de Lenin (1924) y delegado al II Congreso Internacional de Escritores Antifascistas (1937). En sus páginas se intuía ya la impronta que desembocaría más tarde en piezas de la estatura de Altazor (1931), un estallido en el cielo que se sumaba al que, en plena Segunda Guerra, alojó en su cabeza las esquirlas de granada que cuatro años después le significarían perder la vida, como sus versos ganar la inmortalidad.

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